No puedo decir que me siento relajada o contenta, la verdad es que esto me aplasta.
Tenía tanto que no disfrutaba un domingo. Hoy me comí un esquite igual que ayer, pero este tenía un sabor diferente. La ciudad me aterra.
Recuerdo que hace unos días sentía la emoción al despertar y cuando caía la tarde. Hoy, todo se ha agotado, estoy débil y no hay ánimo para imaginar otras cosas.
Me encuentro sola en esta habitación amarilla llena de objetos que me recuerdan a algo: la lámpara de noche, los libros alineados, los collares apilados, al final vivo sólo de recuerdos.
Me estanco allí por horas, me acuesto en la cama que rechina, los huesos de mi cuerpo desaparecen, me convierto en lombriz, me arrastro entre las sábanas, inhalo desesperada para encontrar su olor y no hay más que polvo y ceniza del cigarrillo de la tarde. Me incorporo y no hay nada. Sólo esta pared fría que se asemeja a tus palabras escritas y habladas. Frías. Fría, tan fría. Helada.
Siempre se pierde.
¿Qué quedó de mí?
Me voy, no existo.
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