Fallé, pero no estuvo en mis manos.
Un día vas al cine, te da hambre, comes un poco de palomitas y por la noche mueres, no de forma literal pero mueres; sabes que algo anda mal porque tu estómago lo manifiesta y la náusea resbala por tu tráquea. Duermes. Al día siguiente el malestar crece pero sonríes en posición fetal asegurando que todo estará bien. Respiras, la saliva sabe a hospital pero escuchas cada hora el Hare Krishna y todo se olvida. Duermes. Al día siguiente el vacío ha invadido no sólo tu estómago sino tu mente.
Hare Krishna
Hare Krishna
Hare Krishna
Hare, Hare
Expulsas tus demonios a través del vómito
Tus pensamientos están descosidos
Tus movimientos son torpes
Vas a morir.
Así terminas en el hospital más cercano y conoces de cerca la tristeza, la cual no se parece en nada al concepto que tenías cuando la lluvia no caía en temporada de sequía. Desgracias.
Siete días aislada de lo que hasta ahora conocías como felicidad.
No estás cómoda pero te adaptas, porque si algo te caracteriza es tu capacidad de amoldarte al cambio.
Pierdes el sentido de las horas, del día, pero valoras otras pequeñas cosas que tal vez no veías.
Estás del otro lado, te sorprendes de todo lo que perciben tus sentidos, más abiertos, dilatados.
Conoces tu cuerpo y sus reacciones, te enamoras del dolor.
Un día despiertas ignorando al mundo y te enteras que vuelves a casa, no sabes si reír, llorar o simplemente dar las gracias.
Estás jodida, sí, pero el aire huele a violetas.